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    La Monarquía española consolidó su organización política y sus estructuras de gobierno durante el siglo XVI. Al mediar la centuria, cuando Felipe II accedió al trono, la Monarquía se describía como una entidad política plural, un conglomerado de reinos articulados políticamente, pero independientes los unos de los otros; los reinos de Aragón, Cerdeña, Mallorca, Nápoles, Navarra, Perú, Nueva España, Portugal, Sicilia y Valencia, así como el principado de Cataluña, fueron gobernados por virreyes. Aquellos que cumplían la función del rey en el lugar del rey permitiendo la ficción de que cada territorio seguía conservando a su propio soberano sin ser gobernados desde el extranjero. En esta categoría podrían añadirse, además, a los gobernadores de Milán y de los Países Bajos que actuaban como vice duques y no disponían del cargo de virreyes por no gobernar reinos. Todos ellos eran alter ego, otro yo, del soberano y gobernaban los territorios en su nombre. Duplicar la persona del rey puede ser una forma original de salvar las dificultades que plantea la distancia, pero, en un conjunto de territorios que no tenían más identidad común que la de tener un mismo soberano y profesar la misma confesión, el gobierno de lugares tan distantes debía articularse y coordinarse para evitar la quiebra del sistema. En esta obra veremos las distintas formas con que el factor distancia alteró, determinó o dificultó la gobernabilidad de tan extenso imperio y cómo fue concluyente para su construcción y también para su decadencia y liquidación en la Crisis del Antiguo Régimen. pdfÍndice e Introducción
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    Autores

    Martínez Millán, José Rivero Rodríguez, Manuel

      En los siglos XVI y XVII, parte del territorio de la actual República Italiana formó parte de una entidad conocida como Monarquía Hispana o Monarquía Católica. Su naturaleza política solo se entiende desde el paradigma de la corte, desde la existencia de un entramado que, con diversos vínculos, con múltiples ramificaciones, articuló un espacio cuyos dos polos principales, pero no únicos, los constituyeron las cortes de Madrid y Roma. En la Italia que no estaba bajo el dominio de la Casa de Austria, soberanos como los duques de Saboya, Mantua o Parma –ellos mismos o sus familiares–, estuvieron en la nómina de los puestos de gobierno de la Monarquía, al frente de virreinatos, ejércitos, embajadas, etc. Cuando un soberano concede a otro el mando de sus ejércitos, de una provincia o le encarga su representación, los vínculos convencionales entre estados no parece que den mucha información sobre la realidad política, y debe irse más allá de los vínculos formales entre “estados” (intercambio de embajadores, definición de fronteras, soberanía territorial…) para comprender la naturaleza del fenómeno. Deben analizarse las redes de cortes, con todas sus variables familiares y, sobre todo, clientelares, porque las casas y las cortes de los soberanos se hallaban en el epicentro del sistema de relación y cohesión del poder. De esa forma, la permanencia de la Monarquía como poder hegemónico en Italia estuvo vinculada a la integración de las elites de ambas penínsulas en proyectos comunes, cimentados por el parentesco y por las redes clientelares y de patronazgo. Génova, Roma y las diferentes cortes italianas se acoplaron a la realidad de la Monarquía Hispana haciendo de Italia un complemento fundamental en lo político (el desarrollo del “sistema español”), en lo militar (frente al Imperio Otomano), en lo religioso (Roma ejerció como autoridad espiritual y jurisdiccional) y en lo económico (Génova fue el principal centro financiero). Por otra parte, Saavedra Fajardo estableció, en el siglo XVII, los términos sobre los que se sustentaba una larga tradición de entendimiento entre los ingenios de ambas naciones. A su juicio, ambas cayeron en el silencio durante las invasiones de bárbaros y musulmanes, ambas despuntaron al unísono: Petrarca y Dante por un lado y Juan de Mena y el marqués de Santillana por otro sacaron a las lenguas italiana y española de la barbarie, igualándolas al latín –“su espíritu, su pureza, su erudición y gracia les igualó con los poetas antiguos más celebrados”–. A pesar de este forzado paralelismo, Diego de Saavedra no tenía duda de que, en primer lugar, iban los italianos: Petrarca, Dante, Ariosto y Tasso abrían caminos, eran señalados como precursores y marcaban, como punto de partida y de comparación, su breve relato de la literatura española desde Garcilaso (que comenzó a escribir “en tiempos más cultos”) hasta Lope o Góngora. Parecía ineludible que, al hacer repaso de la Historia de las letras españolas, se comenzase con autores italianos; salvo Camoens y Ausias March, ningún autor de cualquier otra lengua figuraba en el Parnaso español. Cada vez que se alude a los fundamentos de la modernidad europea todas las miradas convergen en Italia. En el caso español es inevitable: la producción literaria y artística, así como la cultura, la política, la religión y casi todas las manifestaciones de la sociedad del Siglo de Oro imitaron, siguieron, compararon, emularon e incluso trataron de superar al país cisalpino. Modelo admirado y, a la vez objeto de codicia tras las famosas guerras de Italia (1494-1559), los españoles fueron dominadores y también “dominados”. En el caso de las relaciones artísticas y culturales, aunque la división pueda parecer artificiosa, se pretende subrayar y enfatizar una idea planteada por Benedetto Croce y no suficientemente desarrollada después, la de que no podía concebirse el Renacimiento o el Barroco italiano sin contar con lo español. Conforme a esa premisa, se propone aquí una lectura semejante pero a la inversa: el Siglo de Oro y las realizaciones en el mundo de las ideas, la literatura y el arte suelen verse como algo propiamente español pero no es concebible sin la profunda huella de lo italiano en la vida española. Resulta evidente que ese fecundo intercambio propició el desarrollo de la cultura cortesana y los ejemplos de Castiglione y Guevara son buena muestra de ello.  
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  • Filomarino-contrafilomarino-portada
    Aristócrata, arzobispo y cardenal, Ascanio Filomarino fue una de las principales figuras napolitanas del siglo XVII. Criatura de los Barberino, se formó en la corte del papa Urbano VIII, y dio vida a una larga serie de enfrentamientos con el virrey español y con el resto de la nobleza y otras figuras políticas y sociales del reino de Nápoles. Símbolo de los conflictos jurisdiccionales que enfrentaron al poder civil y eclesiástico en la Italia del Seiscientos, protagonista de la llamada "Revuelta de Masaniello", superviviente de la peste de 1656, Filomarino contribuyó también a la elección de dos pontífices, Inocencio X y Alejandro VII. Este volumen constituye la primer biografía completa de este personaje, un personaje importante a través del cual se puede comprender mejor una etapa delicada de la Italia del siglo XVII. Más información. 
  • agentes-monarquia-contraagentes-monarquia-portada
    En los estudios que recoge la presente obra, se ha prestado especial atención a los sujetos y a su capacidad de agencia política. Interesan por su actividad como oficiales del rey, porque circulaban en distintos reinos de ese imperio o porque desarrollaban misiones diplomáticas fuera de las posesiones del Rey Católico. Asimismo, nos interesamos por las relaciones de amistad, subordinación, vasallaje, fidelidad, servicio, obediencia, devoción, espiritualidad o traición, y también por aquellas de enemistad y alteridad que configuraban esa extensa red cambiante de vínculos sociales informales sobre la que se sostenía la estructura de gobierno de los monarcas. De hecho, el gobierno del rey dependía en gran medida de sus ministros. Esta afirmación no pasa desapercibida para el historiador de la política, ya que indica que el poder no reside en las instituciones administrativas, sino en los grupos de individuos. Con lo cual, aquellos sujetos que investigamos no son un objeto en sí mismos, puesto que forman parte de un conglomerado de personas unidas entre sí por diferentes -y congruentes- formas de identificación.
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